Cristalografía (segunda parte)

La dureza y el peso de los minerales

En la mente del profano en mineralogía se confunde siempre un poco las nociones del mineral y de piedra, aun cuando no son exactamente sinónimas, ni mucho menos. De ahí que, para el vulgo, sean atributos obligados de los minerales el ser duros y pesados. Sin embargo, en esto, como en todas las cosas de este mundo, hay sus más y sus menos. Un diamante, por ejemplo, es durísimo; tan duro, que solamente se puede tallar con ayuda del polvo de otro diamante; y en cambio, el talco laminar es tan blando que se puede rayar con la uña sin la menor dificultad. Esto, claro está, tratándose de los minerales en general, que se hallan en estado sólido a la temperatura del aire, pues no hay que olvidar que ciertas substancias líquidas (el agua y el petróleo, sin ir más lejos) son también minerales y en ellas no cabe hablar de dureza, en el sentido mineralógico al menos.

Para el mineralogista, la dureza de un mineral consiste en la resistencia que ofrece a dejarse rayar por otro, y es, por consiguiente, una propiedad relativa; un mineral es más blando que otro porque se puede rayar con este otro, y más duro que un tercero. Un sabio alemán del siglo XVIII, Alfred Werner, que fue quien primeramente dio carácter científico al estudio de los minerales, clasificaba éstos, de acuerdo con su dureza, en muy blandos, que se pueden rayar, y aun cortar, con una navaja; semiduros, cuando difícilmente se rayan con la navaja, pero no se pueden cortar con ella, y duros, en los que la navaja no tiene efecto ninguno. Como primer intento de un método para medir la dureza estaba bien, pero el procedimiento era muy poco exacto; en los minerales blandos y semiduros, por ejemplo, la cosa dependía mucho de la calidad de la navaja y de que estuviera ésta más o menos afilada. De ahí que más tarde otro mineralogista germano, Friedrich Mohs, idease una escala de dureza mucho más precisa, que es la que generalmente se utiliza todavía hoy, y que está formada por diez minerales típicos, designándolos con números, desde el más blando al más duro, en esta forma:

1 -
2 -
3 -
4 -
5 -
Talco
Yeso
Calcita.
Fluorita.
Apatito
 6 -
7 -
8 -
9 -
10 -
Ortosa.
Cuarzo
Topacio
Corindón
Diamante

Mediante el uso de esta escala, para expresar la dureza de un mineral basta asignarle el número correspondiente, si es rayado por el cuarzo y raya el apatito, por ejemplo, su dureza será 6, como la de la ortosa. Los dos primeros números corresponden a los minerales que Alfred Werner llamaba muy blandos, los números 3 y 4 a los blandos, el 5 y el 6 a los semiduros, y los cuatro restantes a los duros. Una de las ventajas de la escala de Mohs consiste en que, en realidad, en ella se establecen diecinueve grados de dureza, por haber un grado intermedio entre cada dos números consecutivos; por ejemplo, de la casiterita o mena de estaño, que raya la ortosa y es rayada por el cuarzo, se dice que su dureza es 6,5. Y todavía cabe admitir un grado inferior de 1, ó sea 0,5, pues hoy se conocen algunos minerales, como la molibdenita, más blandos que el talco. Yendo al extremo opuesto, si bien es cierto que el diamante es el mineral más duro conocido, no es exacto que sea el más duro de todos los cuerpos, como todavía se dice en algunos libros. El produce hoy, artificialmente, materiales más duros que el diamante, como el carborundo o carburo de silicio.

Es curioso que la naturaleza de un mineral no sea siempre uniforme; los hay que son más duros por unos lados que por otros, o cuya dureza varía según el sentido en que se trate de rayarlos, por lo general, si están cristalizados, de acuerdo con la dirección de sus ejes. Es muy posible que ello relacione con la exfoliación, y tal vez esa falta de uniformidad exista en todos lo minerales exofoliables, aunque en muchos casos no podamos apreciarla con los medios de que disponemos. En la cianita, mineral de alúmina de color azul, muy abundante se sierra nevada y otros lugares de España, la diferencia es tan notable, que al rayarla en una determinada dirección sólo ofrece la dureza del apatito, mientras que en otra dirección sólo ofrece la dureza del apatito, mientras que en otra dirección es tan dura como cuarzo.

No hay que confundir la dureza con la tenacidad, que es la resistencia a toda clase de golpes. Mucha gente cree que cuando más duro es el mineral tanto más difícil es romperlo, cuando en realidad ocurre casi siempre lo contrario. En algunos autores antiguos se lee que, si se pone un diamante sobre un yunque y se golpea con un martillo, antes que romperse se incrusta en el acero. Si el autor posee alguna de esas valiosas piedras, conviene que no haga la prueba. El diamante es sumamente frágil, como lo son la mayoría de los minerales muy duros, algunos que no tienen esta última cualidad son también frágiles, y a veces se manifiesta en ellos la fragilidad de un modo muy curioso, como ocurre en la blenda, que salta en partículas si se hace presión sobre ella con un cortaplumas o un punzón. Cuando ofrecen esta particularidad se dice de los minerales que son agrios. También hay muchos minerales que, aun cuando son poco tenaces, no son frágiles; unos, al golpearlos, se extienden en láminas, denominándose maleables; otros se estiran fácilmente en forma de hilos, en cuyo caso se designan como dúctiles. Como ejemplo de un mineral bien conocido dúctil y maleable basta recordar el oro.

Por lo que se refiere al peso, en general se puede afirmar que los metales, o los minerales que contienen metales, son más pesados que los minerales pétreos, o no metálicos. Pero ante todo hay que tener presente que los minerales no se pesan como si fuera patatas o fardos de lana. Cuando un mineralogista nos dice que el platino pesa 21, no quiere decir que su peso de 21 kilos, o de 21 gramos, pues para ello habrían tenido que empezar por indicar el volumen del trozo de platino puesto en la balanza. Lo que en realidad se expresa es el peso específico, es decir, la proporción entre el peso del mineral y el peso del agua destilada, en igualdad de volumen, de manera que aquella cifra significa que el platino pesa veintiuna veces lo que el agua destilada, comparando volúmenes iguales. Los mineralogistas miden dicha proporción por medio de balanzas especiales o de otros ingeniosos aparatos, basados generalmente en el bien conocido principio de Arquímedes. La inmensa mayoría de los minerales, si se pasan primero fuera del agua y después dentro de ella, en el segundo caso pesaran bastante menos. La diferencia entre ambas pesadas, en virtud de dicho principio, nos dice exactamente cuál es el peso de un volumen de agua igual al suyo, y bastará dividir su peso en el aire por dicha diferencia para conocer su peso específico, que es el cociente de esta división. Así, si un trozo de niquelita, o mineral de níquel, de 2 kilos y cuarto, se pesa dentro del agua destilada, no arrojará más que 1.950 gramos, lo que significa que desplaza un volumen de agua que pesa 300 gramos, y dividiendo 2.250 por 300 obtendremos la cifra de 7,5, que es el peso específico de la niquelita; o lo que es lo mismo, en igualdad de volumen, este mineral pesa siete veces y media lo que el agua destilada.

Digo que esa diferencia de peso dentro del agua y fuera de ella se observa en la mayoría de los casos porque hay unos pocos minerales, extraordinariamente livianos, en los que dicha diferencia es apenas sensible, o no existe. El ámbar, por ejemplo, tiene un proceso específico casi igual al del agua destilada, por lo que, si bien se hunde en el agua dulce, flota en el mar. También es muy ligera la sepiolita, en otro tiempo tan usada para hacer pipas, bajo el nombre de espuma de mar; su peso específico es 2, pero puede descender a 1,2 en algunos pozos ligeramente porosos y flotar en ciertas aguas, lo que justifica el nombre de "piedra loca" que se le da en algunas partes.

Los metales nativos son, por lo general, como ya he dicho, muy pesados. Todo aquel que haya leído algo sobre los buscadores de oro sabe que en eso se funda el procedimiento empleado por éstos para separar el valioso metal de las arenas auríferas, echando éstas en agua para que el oro se vaya al fondo. El único metal líquido, el mercurio, es uno de los más pesados, aunque no lo es tanto como el oro, que a su vez pesa menos que el platino, cuando éste es puro y ha sido forjado. En la naturaleza el platino está casi siempre purificado por el hierro o algunos metales raros, como el iridio y el osmio. Este último también se encuentra muy raras veces puro, en forma de minúsculos granitos blancos, y es entonces el más pesado de los metales; su peso específico pasa nada menos que de veintidós veces y media el del agua destilada.

El color, el brillo y la transparencia

Lo que más llama la atención de la gente en los minerales, como es lógico, son aquellos caracteres que "entran por los ojos". Un metal o una piedra preciosa alcanzará tanto mayor precio cuanto menos abundante sea, pero la estimación en que lo tenga el vulgo dependerá sobre todo de color, de su brillo o de su transparencia, o mejor aun, de estas tres cualidades reunidas. Quítesele a una esmeralda su bello color verde y no será más que un berilio, o a la amatista su coloración violeta y se convierte en un vulgar pedazo de cristal de roca. Las piedras que, como las gemas mencionadas, son simples variedades de minerales normalmente menos vistosos, deben sus lindos colores a substancias extrañas; lo tienen, por así decirlos, prestados. Con razón se las conoce como minerales alocromáticos, esto es, con colores ajenos. La esmeralda, por ejemplo, es un berilio teñido de verde por una pequeña adición de cromo; el corindón, que es un óxido alumínico incoloro, mediante una ligera impureza de cromo, o de hierro o titanio, pasa a ser respectivamente rubí o zafiro, las dos piedras preciosas más estimadas después del diamante y la esmeralda. La ciencia, utilizando medios analíticos cada vez más sensibles, va descubriendo las substancias que colorean los minerales alocromáticos. Así la amatista tiene color violeta debido a trazas de manganeso y la fluorina es verde a causa de pequeñísimas cantidades de hierro y manganeso que contiene.

Por regla general los colore prestados, o accidentales, como también se dice, se encuentran en los minerales transparentes, o cuando menos traslúcidos. Los metales, los minerales metálicos y aquellos que, sin ser metálicos, son opacos, en la mayoría de los casos tienen color propio, y de ellos se dice que son idiocromáticos. El amarillo del oro, el gris de la galena, el rojo de la cuprita son colores propios, como lo son también el rojo del cinabrio, el verde de la malaquita, el amarillo pálido del azufre o el pardo oscuro de la limonita. Una diferencia bastante general entre los minerales alocromáticos, y que en muchos casos puede recibir para reconocer si son lo uno o lo otro, consiste en que, reducidos a polvo muy fino, los primeros son blancos o blancuzcos, mientras que los segundos conserva su color o presentan otro color diferente. Generalmente esta diferencia se aprecia mediante lo que se llama "la raya", es decir, frotando un borde de mineral sobre un trozo de esponja de porcelana, o sea la porcelana blanca y áspera. Los minerales con colores accidentales no dejan huella coloreada ninguna, o a lo sumo producen una ligera marca blanquecina, mientras que los idiocromáticos dejan una raya, muchas veces de un color totalmente distinto del que ellos presentan. La limonita por ejemplo, no deja una raya parda, sino amarilla; la piritas, así de hierro como de cobre, son amarillas y dejan una raya verde; el oligisto, que es negro, tiene la raya roja, y del mismo color son la raya y el polvo de la variedad parda, la hematites, que cuando se encuentra en forma terrosa constituye el ocre rojo, muy empleados en pintura antes de conocerse los colorantes sintéticos. El oro la plata, la antimonita, el grafitos y otros muchos minerales dejan raya de su color, o muy parecida a él.

No deben confundirse los colores ajenos de los minerales alocromáticos con los que, al contacto con la atmósfera, toman algunos de los que poseen color propio. Todo el mundo conoce el blanco característico de la plata, pero en el mineral nativo sólo se le observa si se corta, pues al exterior toma aquél una pátina negruzca o amarillenta debida a la formación de sulfuro argéntico. Del mismo modo, el cobre, expuesto a la acción atmosférica, cambia su hermoso rojo en verde o en pardo rojizo, por carbonatación u oxidación.

Algunas veces los colores de los minerales no son uniformes; ya hemos hablado de las capas concéntricas de variadas tonalidades propias de las ágatas y los ónices. También hay minerales que tiene un aspecto irisado o tornasolado, como con frecuencia se observa en la limonita y en la calcopirita o pirita de cobre. Otro mineral cuprífero, la bornita, por la acción atmosférica adquiere igualmente bellas irisaciones que le han valido los nombres vulgares de cobre abigarrado, cuello de pichón o pechuga de paloma, los dos últimos alusivos a sus matices cambiantes, azules y purpúreos. Este hermoso efecto no sólo se debe a la diversidad de tonos, sino también a que dichos minerales presentan un brillo igual al que es característico del oro, la plata, y otros metales nobles, y que por eso mismo se conoce como brillo metálico. Existen otros tipos de brillo o lustre, que por comparación se denominan diamantino, vítreo, céreo, sedoso, etcétera, calificándose de mate el mineral que carece de brillo en absoluto, lo que en realidad ocurre pocas veces.

Una de las mil curiosidades relativas al color de los minerales es que nos ofrece el crisoberilio, piedra que, sin ser exactamente lo que llamamos preciosa, tiene bastante valor en joyería; a la luz solar es verde, mientras que bajo la iluminación artificial aparece rojo. Otros minerales presentan distinto color cuando se los mira por transparencia, como ocurre con algunas fluoritas, que vistas al trasluz son francamente verdes, y miradas directamente aparecen tirando más bien a violadas. Y esto no sólo ocurre con aquellos que son transparentes, sino también con algunos traslúcidos u opacos, siempre que se los reduzca a láminas muy delgadas. El oro preparado en "panes" que usan los doradores, por ejemplo, mirado a trasluz resulta verde.

En mineralogía, para decir que un cuerpo es transparente es preciso que, aun en capas gruesas, permita ver a su través las cosas o leer un escrito. Si un mineral deja pasar la luz, pero no permite distinguir los objetos o las letras a su través, se considera como traslúcido, y se llama opaco si impide el paso de la luz. Naturalmente, estos últimos, reducidos a láminas sumamente finas, pasan a ser traslúcidos y hasta transparentes. La variedad de calcedonia que comúnmente conocemos como sílex o pedernal es opaca, pero tiene los bordes traslúcidos, por ser generalmente muy delgados.

La transparencia va muchas veces acompañada de otras propiedades interesantes; un gran número de minerales transparentes presentan lo que se llama doble refracción, propiedad que consiste en poder ver a través de sus cristales los objetos o las letras duplicados. Hay minerales en este fenómeno óptico está muy marcado, siendo notable en este sentido el aparato de Islandia, o calcita transparente; pero en otros solamente se puede observar por medio de aparatos especiales. En uno u otro caso, los que gozan de esta doble refracción se conocen como birrefringentes; los minerales amorfos y los que cristalizan en el sistema regular no la tienen nunca, es decir, carecen de esa especie de doble transparencia, por lo que se denominan monorrefringentes.

Como se comprenderá, sabiendo esto, la propiedad en cuestión está relacionada con la estructura cristalina de los minerales, lo mismo que ocurre con otro fenómeno de transparencia relacionado con el color de los mismos y que se designa con el nombre de policroísmo. Casi todos los minerales birrefringentes coloreados, al mirarlos a trasluz ofrecen un color diferente según como se hallen orientados sus ejes; la turmalina, que cristaliza en el sistema trigonal, si se mira al trasluz en una lámina tallada paralelamente a su eje ternario, aparece de un color pardo oscuro, que puede tirar a verde o a azul, mientras que si la lámina ha sido cortada perpendicularmente a dicho eje, el color será verde claro o amarillo verdoso. Algunas micas ofrecen la misma propiedad, y también hay esmeraldas. Que según como se las ponga al trasluz, se ven de un matiz verde pálido o de verde azulado oscuro. Llamase a estos minerales dicroicos, denominándose tricoicos a los que ofrecen hasta tres colores distintos, como ocurre con un silicato llamado cordierita, que mirado por transparencia resulta azul oscuro en una dirección, azul claro en otra y amarillo en otra.

Más propiedades notables de los minerales

Aparte de los diversos caracteres perceptibles a simple vista, poseen los minerales otros muchos, no menos interesantes, que sólo se ponen de manifiesto mediante la acción de fuerzas extrañas. Uno de ellos es la fosforescencia, o propiedad de emitir luz en la oscuridad la variedad de fluorita llamado fósforo de Bolonia y la del apatito conocida como fosforita, deben sus nombres justamente a la circunstancia de que, sometidas al calor, producen un resplandor bastante visible, azul el de la primera y verdoso el de la segunda. La luminosidad de la fosforita, si se la calienta a 51 grados o más, puede persistir más de una hora. En la oscuridad, los rubíes y zafiros fosforecen bajo la acción de una corriente eléctrica; el cuarzo produce destellos de luz si se frotan con cierta fuerza un trozo contra otro; la mica, si está bien seca, los da por simple exfoliación, y en algunas blendas se puede obtener el mismo resultado con sólo rozarlas con las barbas de una pluma de ave. El diamante, si ha sido expuesto directamente a los rayos del sol durante algún rato, llevado a in lugar oscuro emite una claridad ligeramente azulada.

También por calentamiento, por frotación o por mera presión se puede hacer que muchos minerales se carguen de electricidad. Los antiguos conocían ya este fenómeno y sabían que si se frotaba un trozo de ámbar con un paño o una piel adquiría la virtud de atraer las cosas livianas, tales como plumitas o pedacitos de papel o de medula de saúco. Precisamente por eso, del nombre griego del ámbar, elektron, se sacó la palabra electricidad. Otros minerales, como el azufre y el cuarzo, se electrifican igualmente de este modo; el yeso, fluorita y otros, se cargan de electricidad calentándolos, y hay algunos, como el espato calizo y el aragonito, en que se manifiesta la misma propiedad sin más que apretarlos con los dedos. Le electricidad obtenida por elevación artificial de la temperatura se conoce como piroelectricidad, y la que se consigue por presión, ya sea con los dedos o mediante dispositivos especiales, se denomina piezoelectricidad.

El cristal de roca es sumamente piezoeléctrico si se le somete a cierto grado de presión; cortando de este mineral láminas muy delgadas en ciertas direcciones, relacionadas con su simetría, éstas se cargan por una cara de electricidad negativa, y si se somete dichas láminas a una corriente eléctrica alterna, se observa que vibran, dilatándose y contrayéndose sucesivamente. La frecuencia de la vibración depende de la dirección en que ha sido tallada la lámina y sus proporciones, de manera que es constante para una lámina determinada. A esta propiedad se debe el uso que la láminas de cristal de roca se hace en radiotécnica, tanto para que sea constante la longitud de onda emitida, como para recibir radiaciones de una determinada longitud de onda. En la última guerra mundial, donde las unidades mecanizadas, así terrestres como aéreas, se comunicaban por radio con las bases de operaciones y entre ellas mismas, se utilizaron con este fin millones y millones de esas laminillas de cuarzo, tan delicadamente talladas que el simple roce con los dedos podía alterar su radio frecuencia. Basta tener en cuenta que para cada aeroplano y para cada tanque se necesitaban algunos centenares de ellas, para formarse una idea de la cantidad de mineral que esto representaba.

El antimonio y el bismuto poseen la propiedad de que, puestos en mutuo contacto y calentado el punto de unión, se establece entre ellos una corriente eléctrica, que durante el enfriamiento cambia de sentido. Este fenómeno, en el que se basan las pilas termoeléctricas, se observa igualmente en la pirita, con la particularidad de que en el mismo mineral hay cristales positivos y negativos, y aun existen algunos que, en relación con la dirección de las aristas, tienen una parte con una clase de electricidad y otra parte con la clase contraria.

El descubrimiento más trascendental del último decenio del siglo pasado, descubrimiento que inmortalizó los nombres de Antoine Henri Becquerel y de Marie Curie, fue sin duda alguna el de la radiactividad, propiedad de que gozan la uraninita o pechblenda y unos pocos minerales más, de emitir radiaciones capaces de producir fenómenos tan curiosos como la conversación del aire en buen conductor de la electricidad y la impresión de placas fotográficas a través de cuerpos opacos. Dicha propiedad se debe a la presencia en esos minerales, conocidos por tal razón como "radioactivos", de algunos de los elementos llamados radio, actinio y polonio, en cantidades muy reducidas. Si todavía hoy, después de medio siglo de conocerlos, nos asombran la radiactividad y los fenómenos que con ella se relacionan, no es sino porque durante muchos siglos permanecieron ignorados; en época ya remota, sin embargo, no debió parecerles a los hombres menos extraordinaria la propiedad, hoy para todos familiar, que algunos minerales tienen de poner en movimiento la aguja imantada cuando se les acerca a ella. El magnetismo, que así se denomina esta virtud, puede ser simple, que es cuando la atracción se realiza por igual sobre ambos polos del imán, o polar, si hay atracción de uno y repulsión del otro. Son magnéticos del tipo simple los minerales que contienen hierro, así como el platino cuando está impurificado por este metal, como generalmente ocurre, y también algunos de los minerales de níquel y de cobalto, pero el magnetismo polar se halla solamente en algunos ejemplares de magnetita, óxido de hierro conocido también, por este motivo, como hierro magnético o piedra imán.

Los minerales y las rocas que contienen hierro se hacen notablemente magnéticos si se los somete a un electroimán, procedimiento que se utiliza justamente para reconocer la presencia de dicho metal. Del mismo modo, hay sencillos procedimientos para reconocer otros minerales poniendo en evidencia alguno de sus caracteres. Tal ocurre con aquellos en que se puede descubrir un olor peculiar. El ámbar, por ejemplo, despide un aroma característico, bastante agradable, cuando se quema; las arcillas huelen a tierra húmeda si se les echa aliento, y otros cuerpos exhalan sus olores propios si se los frota o se los pulveriza, según vemos en las calizas fétidas, que huelen a huevos podridos, o en la pirita y en la caliza bituminosa, que también dan mal olor, o en los minerales que llevan arsénico, que lo dan a ajos, o en los que contienen azufre, en fin, cuyo olor a pajuela es bien conocido.

Cuando se trata de minerales fácilmente solubles en el agua, es a veces posible reconocerlos por el sabor, que se pone de manifiesto al tocarlos con la lengua húmeda. Nadie ignora el sabor de sal común, que por ser tan característico calificados de "salado", y también son bastante conocidos el sabor amargo de la epsomita o sal de la Higuera, el salado fresco del salitre y el metálico astringente, parecido al de la tinta, de la alunita o piedra de alumbre.

También tacto puede servir para identificar algunos minerales. Los hay que son ásperos y los hay suaves, y entre los segundos existen algunos, como la serpentina, el grafito y el talco, que son más o menos untuosos, produciendo en los dedos una impresión similar a la del jabón. Si la prueba táctil se hace con la punta de la lengua, en ciertos minerales muy ávidos por la humedad, tales como la espuma de mar y la arcilla, se observa en seguida un tendencia a la adherencia o apegamiento.

Hemos aludido a los minerales que se disuelven en el agua, y hay que agregar que los que en este caso se hallan son relativamente pocos. La mayor parte de ellos, y sobre todo los metálico, solamente se pueden disolver tratándolos con diversos ácidos. El oro y el platino son únicamente solubles en agua regia, que es una mezcla de los ácidos nítrico y clorhídrico. En ellos se basa al conocido procedimiento usado por los joyeros para juzgar el valor de las alhajas y monedas de oro por medio de la "piedra de toque". Esta consiste simplemente en un trozo de cierta variedad de cuarzo, llamada lidita o jaspe de Egipto, sobre el cual se deja, por frotación con el objeto de oro, una ligera huella, que es inmediatamente tratada por el reactivo. Con esto basta para que la experiencia del joyero le permita reconocer con bastante aproximación la mayor o menor pureza del metal.

Aparte de las curiosas propiedades que muchas veces se manifiestan en ellos mediante la elevación de la temperatura, el comportamiento de los minerales ante está varía muchísimo, sobre todo en cuanto a su fusibilidad. Por regla general, los que no son metálicos se funden muy difícilmente, y algunos solamente lo hacen si se agrega otro mineral, que recibe por esto el nombre de fúndente. La fluorita, por ejemplo, se funde fácilmente si es acompañada por el yeso. Los minerales metálicos y los metales nativos son casi siempre más fusibles, si bien hay excepciones, como el oro, que sólo se funde a los 1.063 °C, o el platino, que lo hace a los 1.765 °C. Así como han establecido una escala de fusibilidad, que va desde la antimonita, fusible a la llama de una bujía, hasta el cuarzo, que no se funde ni aun con el soplete. Claro está que no se incluyen en dicha escala aquellos minerales que se hallan en estado líquido a la temperatura ordinaria, como el mercurio o el petróleo, y también hay que advertir que el punto de fusión más elevado que en ella se establece no responde enteramente a la realidad. El cuarzo, en efecto, puede fundirse a los 1.775 °C, lo que está bastante por debajo de la temperatura a que se funde el iridio.

Con los minerales metálicos, pulverizados y mezclados con un poco de carbonato de sódico, se pueden hacer muy interesantes experimentos aplicándoles el calor de una llama activa con un soplete. El polvo mineral debe colocarse sobre un trozo de carbón, en el que se haya hecho con el cortaplumas una pequeña cavidad a propósito para el caso. Por lo general, al fundirse, el mineral de un gránulo o botoncillo, que en el caso de la galena será plomo, gris brillante y maleable, y en el de los minerales de cobre será rojo o negro. Cuando se opera con un mineral rico en hierro quedan partículas irregulares, magnéticas. A veces se forma alrededor de la foseta del carbón una aureola, que en los minerales de plomo es amarillenta y en los de bismuto anaranjada, aunque al enfriarse se convierte en amarilla de limón. Los minerales de arsénico y antimonio producen una aureola, blanca, pero no dejan gránulo metálico. Muchos de dichos minerales, si su polvo, humedecido y mezclado de bórax, se toma con el extremo de un hilo de platino doblado en forma de pequeño aro, al ser sometidos al calor de la llama forman una linda perla de color, variando éste según la parte de la llama con que se opere. En la llama se pueden distinguir claramente dos zonas, una interna, muy luminosa, que es la zona reductora y otra periférica, menos brillante y más transparente, la zona oxidante. Al avivar la llama con el soplete, en forma de dardo, es fácil llevar la gota de polvo metálico a la zona que se desee. Si el mineral es ferrífero, se obtendrá con la zona reductora una perla verde, y con la zona oxidante una perla amarilla que al enfriarse se convierte en blanca. Los minerales de cobalto dan en todos los casos una perla azul; los de cobre la dan incolora o roja si se emplea la parte reductora, y verde si se emplea la oxidante, y los de níquel la producen gris en el primer caso y parda en el segundo.

El arte de la pirotecnia, de obligada intervención en todos los festejos populares, se basa en gran parte en la propiedad de muchos minerales tienen de colorear vivamente la llama, sea por sí solos o después de haber sido tratados por el ácido clorhídrico. La sal, y en general los minerales de sodio, dan al fuego un color amarillo; los de potasio lo tiñen de violeta, de naranja los de calcio, de rojo los de estroncio, etc.

Y no paran aquí los efectos curiosos que en los minerales produce la acción del fuego. Todo el mundo sabe que si se echa sal en las ascuas, decrépita, es decir, salta en pedazos ruidosamente. El mismo fenómeno ocurre con la galena y con la cerusita. Otros minerales dan vapores densos, y el cinabrio, si se calienta en un tubo de vidrio, los desprende de mercurio, que se condensa formando gotitas metálicas.

Autor: Norman Paúl Ponce Pérez, Cristian Tolentino Peña, Willian Rojas Trinidad y Ana Rosa Guzmán Catalan. Perú.

Editor: Ricardo Santiago Netto (Administrador de Fisicanet)

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